EL INSTANTE DE ENTREGAR UN CUADRO: Cuando la obra deja de ser mía
- carlagonzbar
- 4 oct
- 2 Min. de lectura

Hay un momento muy especial en el camino de cada obra, el instante en que deja de ser mía.
Después de horas de silencio, de mezcla de colores, de intuiciones que van tomando forma, llega ese día en que el cuadro encuentra su lugar en el mundo. Y aunque siempre hay un pequeño vértigo al soltarlo, también hay una sensación profunda de gratitud.
Cada cuadro nace con una intención. A veces, la percibo claramente desde el principio; otras, aparece poco a poco, entre capas de pintura y destellos de luz. Pero cuando lo entrego, cuando lo veo en las manos o en el espacio de quien lo recibe, entiendo que esa intención ha cumplido su ciclo. Ya no me pertenece. Pasa a ser parte de otra historia, de otro hogar, de otra mirada.
Entregar una obra no es solo una transacción. Es una especie de despedida silenciosa, pero también un acto de confianza: confiar en que lo que he creado llevará consigo un poco de la energía con la que fue hecho. Y es bonito pensar que, de algún modo, sigo presente en cada cuadro, aunque ya no esté colgado en mis paredes.
A veces me preguntan si me cuesta desprenderme de las obras. Y la verdad es que un poco, pero también creo que el arte se completa cuando es compartido. Cuando alguien lo contempla, lo siente y lo hace suyo.
Por eso cada entrega es, en realidad, una celebración. Una manera de agradecer el proceso, a la persona que confía en mi trabajo y al misterio que hay detrás de cada creación. Porque al final, el arte es eso, algo que nace de dentro, pero que está hecho para ser entregado.
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